José de San Martín, el exiliado.

Nació en Corrientes, murió en Francia. Formó un cuerpo de caballería profesional. Peleó en San Lorenzo. Reorganizó el Ejército del Norte, gobernó Cuyo, inventó de la nada el Ejército de los Andes, lo equipó y disciplinó con casi nada y pasó los Andes. Peleó en Chacabuco, Cancha Rayada y Maipú, liberó Chile. Armó una escuadra y un Ejército Unido, embarcó para Perú, entró en Lima y declaró la independencia. Fue Protector del Perú. Su ejército venció en Pasco y Nazca, sus hombres en Pichincha y Rio Bamba. Fue a Guayaquil y volvió solo.

Todas estas cosas, José de San Martín las hizo por la Patria. No por lo que hoy es Argentina, no existía entonces tal cosa, sino por la patria grande de América. ¿Cómo se explica, entonces, el desprecio con que fue tratado en Buenos Aires, Chile y Perú?¿Quiénes eran sus enemigos?.
Durante su corta vida pública, a la par de los elogios por sus triunfos militares, recibió todo tipo de cuestionamientos y difamaciones. Se dijo de él que era agente inglés (aun hoy se discute), que era masón y enemigo de la iglesia, que era borracho y adicto al opio, que había llegado a Chile al mando de un ejército conquistador y que en Perú quería coronarse rey.
Tuvo pocos amigos. El fiel Guido, su amigo Agüero, Manuel Belgrano, son de los pocos con quienes tenía cierta intimidad. De carácter parco, poco afecto a las multitudes, discreto y austero en el comer y el vestir, San Martín no encajaba muy bien en los altos círculos de la sociedad decimonónica sudamericana.
Su primera actuación política fue la participación en una asonada militar que derrocó al Primer Triunvirato, dirigido por Bernardino Rivadavia, quién, de ahí en más, sería uno de sus mas acérrimos enemigos.
Estando al mando del Ejército del Norte, comprendió que mientras existiera el Virreinato del Perú la independencia de Sudamérica no se verificaría y, para destruirlo, era preciso una incursión militar que no tomara el camino del Alto Perú, donde se había estancado la guerra y ninguno de los bandos podía avanzar. Confió a Güemes la defensa de la frontera norte y concibió su plan de atacar Lima por el Pacífico desde Chile. Es probable que hubiera oído hablar de este plan en Londres durante su estadía de 1811, ya que existía uno muy similar llamado el “Plan Maitland” para la conquista de la América española por Inglaterra.
Pidió a Alvear la gobernación de Cuyo para poner en marcha su plan y este, aunque no lo estimaba en nada, se lo concedió pensando que se lo quitaba de encima. Desde allí presionó a sus diputados para que se declarara la independencia, ya que la cuestión se había dilatado y era necesaria para sus planes.

Organizó en Mendoza un campamento para reclutar, entrenar y equipar un ejército de línea capaz de batirse con los primeros de Europa. Montó una verdadera industria de guerra y lo previó todo, desde avituallamiento hasta la comida de las bestias, sin dejar de distraer al enemigo con una vivo e inteligentísima guerra de zapa. Cruzó los andes con cinco mil quinientos hombres, diez mil mulas y tres mil caballos, artillería, parque, hospital y puentes transportables y, no bien habían bajado todas las tropas, dio la batalla de Chacabuco que le permitió entrar triunfante en Santiago.
Declinó el mando de Chile sugiriendo que se le ofreciera a Bernardo O´Higgins y emprendió las acciones para expulsar a los realistas que se mantenían en el sur.
Fue derrotado en Cancha Rayada, pero su ímpetu y perseverancia lograron reunir de nuevo al ejército y ponerlo en condiciones de dar otra batalla, la que tuvo lugar en los llanos de Maipú y donde derrotó por completo al ejército realista.
Mientras tanto, desde Buenos Aires se le ordena que regrese a esa provincia con todo su ejército para intervenir contra los caudillos federales. Su silenciosa negativa sella la suerte de la independencia, pero deja la sangre en el ojo de los porteños, que sabrán en su momento hacérsela pagar.
Durante su estadía en Chile recibió gran cantidad de críticas por el modo como llevaba la guerra y por haber elegido a O´Higgins quien se disputaba el mando de la revolución chilena con los Carrera. La muerte de dos de ellos y del afamado guerrillero Manuel Rodríguez le fueron injustamente atribuidas, lo que le valió la desconfianza de no pocos sectores de la sociedad trasandina.
Inmediatamente después de declarar la independencia se dio a la tarea de organizar la expedición libertadora al Perú, que navegaría bajo bandera chilena y anclaría en Pisco en 1820.
Mandó a la sierra a Arenales, quien consiguió algunos triunfos y se entrevistó en Miraflores con enviados del Virrey. Así, consiguió la evacuación de la Ciudad de los Reyes y, el 28 de julio de 1821, declaró la independencia de este país.
San Martín fue declarado Protector del Perú con la suma del poder público. Aún era una gran amenaza el ejército virreinal que dominaba la sierra y ordenó una segunda expedición a la sierra y otra a puertos intermedios. Su capacidad para acabar la guerra estaba cuestionada por algunos de sus generales que veían que el argentino destinaba mas tiempo a la organización del estado, a la negociación y a la seducción de los enemigos que a planear campañas para destruir de una vez al Virrey. Sin embargo, San Martín comprendía lo que pocos: el ejército del Perú estaba constituido en un noventa por ciento por americanos, por lo tanto, el capitán de los Andes buscaba ahorrar sangre americana a la transición, ya que sabía que la suerte estaba decidida por la independencia. Su maniobra para dejar pasar a los realistas hasta El Callao, por ejemplo, fue brillante y obligó a esta plaza a rendirse al poco tiempo, pero su pasividad fue confundida con indecisión y aún con cobardía, alejando a algunos de los que habían sido sus mas fieles colaboradores.
Durante el gobierno del Perú, y haciendo un concienzudo análisis de la sociedad peruana, San Martín pensó en formar una aristocracia que gobernara el país e introducir los cambios lentamente. Aunque era, como todo masón, republicano, veía en las jóvenes naciones americanas la necesidad de un régimen paternalista y centralizado hasta que estuvieran maduras para la democracia representativa. Envió representantes a Europa para buscar un soberano, pero en Lima se lo acusaba de postularse él mismo para el trono y le habían puesto el mote de “Rey José”.
Buscó el concurso de las fuerzas Colombianas que venían bajando victoriosas y a las cuales había socorrido con 1500 hombres para la campaña de Quito, mientras enviaba emisarios a pedir auxilio a Chile, donde su pésima relación con el jefe de la escuadra, Lord Cochrane, le valieron la negativa, y a las Provincias Unidad, donde gobernaba el partido de su enemigo Rivadavia, sin que variara la suerte.
Confiaba aun en la expedición que debía organizar Bustos y mandar Güemes para atenazar a los españoles por el Alto Perú, pero la muerte de este último lo dejó sin apoyo.
En julio de 1822 se entrevista con Bolívar, quien era el único que podía proporcionarle la ayuda que necesitaba, pero el Libertador se la niega aduciendo que no disponía de los hombres para tal empresa. San Martín, sin apoyo de Chile ni de las Provincias Unidas, con su ejército mayormente compuesto de reclutas y afectado por las enfermedades, la oficialidad dividida y oposición interna, comprende que los dos no caben en el Perú y decide retirarse del gobierno y del país para pasar a Chile y después a Mendoza.
Allí permanece sin poder llegar a Buenos Aires para ver a su esposa que agoniza porque en el camino hay partidas con orden de detenerlo.
El 11 de febrero de 1824, perseguido, difamado, sin más familia que su pequeña hija, se embarca hacia Europa.
Volvió fugazmente en 1828 al saber que la Argentina estaba en guerra contra el Imperio del Brasil. Aquí se le ofrecieron honores y cargos políticos en medio de la guerra civil y luego del asesinato de Dorrego. La anarquía y el desorden le repugnaban. A todo se negó aduciendo que jamás desenvainaría su espada contra sus compatriotas. Sabía muy bien que los emisarios de uno y otro bando buscarían atraerlo a sus filas y decidió volver a partir sin pisar su tierra, sin pisarla nunca más.
Siguió siempre desde Europa los vaivenes de la política americana a través de las cartas que intercambiaba con antiguos camaradas. Así supo de la agresión francesa contra la Argentina y, sin importarle que estaba asilado en territorio francés, escribió a Rosas para decirle que si de alguna utilidad le era su sable, en tres días se pondría en marcha para Buenos Aires. Luego, al saber de la heroica defensa de la Vuelta de Obligado, legó al Restaurador la espada con la que hizo toda la campaña de América del Sur.
En sus últimos años recibió la visita de varios argentinos, entre ellos Alberdi y Sarmiento, que no comprendieron el testamento político del Libertador y cuestionaron su lucidez.
La guerra civil que azotó a la Argentina durante casi setenta años tuvo vencedores y vencidos. Aquellos que habían militado en unas y otras filas merecieron el olvido y el menosprecio aunque sus virtudes fueran muchas o la adoración y la parafernalia aunque sus luces no fueran tantas.
San Martín cayó entre los primeros, no por ser federal, sino porque sus decisiones hirieron la causa de algunos.
Derrocó a Rivadavia, se enemistó con Alvear, escribó a Artigas, López, Ramírez y Bustos, eligió a O´Higgins y no a Carrera, se le involucró en la muerte de Manuel Rodríguez y de otros dos Carrera, desobedeció a Pueyrredón, enfrentó a Cochrane, discrepó con Bolívar, desairó a los exiliados unitarios que le propusieron el gobierno del país, elogió a Rosas, felicitó a Rosas, legó su sable a Rosas.
En todo fue recto y austero, despreciaba el lujo y la pomposidad. Conoció los corazones de los hombres y aplacó sus pasiones cuando estas se desviaban un ápice del objetivo de liberar a América. Entendió que la diplomacia sutil a veces puede más que una batalla sangrienta y, llegado el momento, dejó su lugar a aquel que tenía más fuerza y mejores recursos para cumplir la tarea y que ésta estaba por encima de los hombres. Al final, no tuvo más remedio que dejar su tierra, olvidar su deseo de terminar sus días como labrador en Mendoza y ver desangrarse a su patria desde el otro lado del mar.
Hoy se lo considera el Padre de la Patria, pero se lo esconde en una pequeña ala de la catedral de Buenos Aires y nos mira desde un billete de tan solo cinco pesos.

domingo, 17 de agosto de 2008 3 Comments

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