Racismo y dominación. La lógica del capital.

En 1550, en Valladolid, un grupo de personas se reunía para tratar el tema del trato hacia los aborígenes americanos reciente y unilateralmente incorporados a la corona de Castilla.
Ginés de Sepúlveda defendía la tesis de la tutela sobre los indios ya que, si bien eran humanos, eran inferiores a los europeos y afectos a la idolatría y al pecado. Decía Ginés:

...Porque escrito está en el libro de los proverbios “El que es necio servirá al sabio” tales son las gentes bárbaras e inhumanas, ajenas a la vida civil y a las costumbres pacíficas, y será siempre justo y conforme al derecho natural que tales gentes se sometan al imperio de príncipe y naciones más cultas y humanas, para que merced a sus virtudes y a la prudencia de sus leyes, depongan la barbarie y se reduzcan a vida más humana y al culto de la virtud.“ 

Esta Junta de Valladolid no llegó a conclusiones que afirmasen o refutasen la tesis de Sepúlveda y allende el mar las cosas siguieron su curso.
¿Es esta disputa una disputa moral? Al menos lleva puesto ese disfraz, pero la verdad es que el argumento de la inferioridad de los indios americanos no perseguía fin más alto que el de continuar con su explotación.

La verdad en ese tiempo estaba encarnada en la iglesia católica y fue a ella donde recurrieron los funcionarios y leguleyos de la corona a buscar amparo papal para sus prácticas “evangelizadoras“. ¿Quién podría cuestionar el fallo de la Santa Sede?. ¿Quién se atrevería a levantar la voz y decir que eran iguales éstos que aquéllos?.
La iglesia era la verdad suprema y era una verdad incuestionable, en cuanto bajaba de los mismísimos cielos a la cabeza y el corazón del Santo Padre de Roma.
Justificada la tutela y reducidos al culto de la virtud, los indios americanos fueron diezmados sin reparo por la espada o la viruela y sus tierras pasaron a manos de la corona, de los particulares y de la iglesia. A las minas fueron a redimirse otros tantos y los demás a los campos o a la cama del encomendero, a cuidar su ganado o a los obrajes.



El siglo XVI, con su vómito de oro y plata americanos sobre Europa, fue el inicio del camino que llevaría al capitalismo, aunque sus primeros pasos ya gozaran de una coherencia que no ha perdido hasta hoy. Su premisa de la explotación del hombre por el hombre es un axioma que figura ya entre las fórmulas más eficaces y duraderas de la historia humana.

Cuando Europa volvió su mirada a África y Asia no cambió sus máximas ni su forma de actuar, pero Dios ya había pasado por el filtro de la razón, y no era tan incuestionable la voz de la iglesia.
Al amparo del capitalismo, ya incipientemente industrial, vino la ciencia. La razón cristalizada en la empíricamente demostrable, mensurable y plausible de ser reproducido era la nueva gran verdad ante la que se rendían todos los argumentos. Y la ciencia no defraudó. Experimentos afirmaron que el negroide, biológica e intelectualmente, era un ser humano inferior al europeo, muy afecto al desorden y a la violencia y que necesitaba de la tutela del hombre blanco para que, y cito nuevamente, “depongan la barbarie y se reduzcan a vida más humana y al culto de la virtud“ que ingleses, franceses, holandeses, portugueses, alemanes, daneses y otros del viejo continente ofrecían desinteresadamente.

Justificado era que se los despojara de sus tierras, de su ganado, de sus mujeres y de su cultura, que se los encadenara y almacenara como bultos en barcos y obligara a trabajar en los ingenios de por vida si es que lograban sobrevivir. Justificado estaba que se los segregara y no se les concedieran derechos que eran propios del hombre y que, en fin, se los tratara como bienes muebles, propiedad privada.

El capitalismo pugnaba (y pugna) por obtener las mayores utilidades con el menor costo posible. Es un hecho. Pueden dormir tranquilos en Londres y París sabiendo que la ciencia ampara sus actos, siempre y cuando la ciencia haga lo que el poder le indica y diga lo que el poder le permita decir. 

Charles Darwin le puso el broche de oro a la lógica del capitalismo. Su evolucionismo, la supervivencia del más apto, captó rápidamente la atención del mundo que, lanzado ya a toda marcha en persecución del progreso, transformó en escritura sagrada su obra.

El positivismo del siglo XIX llevó el modelo científico a las ciencias sociales y la explotación del hombre por el hombre tomó vigor ahora en rasgos que podían o no relacionarse con la “raza“. Así, un abanico aún más amplio de posibilidades se abría para el capital. Los imperios se expandieron sobre los cinco continentes y en los cinco continentes impusieron las condiciones de la explotación. 

Inglaterra del Nilo al Cabo y en la India; Francia en el África occidental e Indochina; Alemania en la oriental; Holanda en Java y Sumatra, todos tenían su parte. La dominación del territorio es la dominación de sus habitantes y la dominación de sus habitantes está justificada por la ciencia, cualquier ciencia, la que mejor encaje. 

En América exterminamos a los aborígenes que aun quedaban y que estorbaban el desarrollo del nuevo estado, no importa cual estado; los métodos se calcaron desde el Canadá a la Patagonia. La ciencia justificó el despojo. Eran inferiores, vagos, borrachos, incivilizados e incivilizables. El exterminio era la única solución y el tiempo apremiaba, el tren esperaba para expandir su columna de hierro y las vacas pedían mas y mas pasto. Otra vez, la lógica del capital antecede a la lógica de lo humano. Y deshumanizar era (y es, lamentablemente) la manera de justificar.

El siglo XX vio la luz con la Gran Guerra y la necesidad de hombres que pudieran poner los huesos en las trincheras hizo que se llamara a filas a los súbditos de las colonias. Pelearon indios, negros, árabes, orientales, todos fueron útiles y esta “utilidad“ los sacó por un instante de las sombras. Eran capaces de luchar tan bien como sus compañeros blancos. La ciencia hizo la vista gorda, bostezó largamente y revisó los resultados de sus experimentos. No estaban en lo cierto. Parece, y solo parece, que somos todos iguales.

La Segunda Guerra fue el teatro del odio racial llevado al paroxismo. Mediciones, tratados, experimentos y leyes científicas empíricamente probadas fueron puestas en las manos de la locura.
El fin del Reich, la realidad de Auschwitz y Nuremberg fueron haciendo caer el principio de la supremacía racial para explotar al otro. El problema fue que el capitalismo siguió siendo el mismo y necesitó reproducir su lógica. Las colonias fueron países, pero el odio no se extinguió.



La ciencia ya no podía validar las formas. Las formas son necesarias y las funciones deben ser cumplidas. ¿Quién puede dar la venia al poder para seguir explotando?
Pierre Bourdieu afirma que los grupos de poder generan signos que se incorporan a la cultura y son paulatinamente asumidos como válidos por la conciencia colectiva de una sociedad, y el nivel de adscripción que alcanzan es tal que las personas reconocen que el lugar que ocupan en el entramado social es el que les corresponde, aún si es el lugar de explotado. Esos signos son creados y divulgados por un ente amorfo e indescifrable, que no tiene cara ni origen aparente, pero que influye en nosotros cada día y aún somos motores de su expansión: la opinión pública.

La opinión pública nos dicta quién es quién en esta red global de personas que no valen lo mismo. La opinión pública, disfrazada de “folclore“ muchas veces, nos dice qué características tiene cada raza, grupo, clase económica, minoría o nacionalidad. Repetimos y ratificamos sentencias que fueron elaboradas para someter a otros y a nosotros mismos y legamos a nuestros hijos esas sentencias.
El poder baja linea, la opinión pública valida y los casilleros se ocupan.

Como antes fue la iglesia, luego la ciencia, hoy es esta opinión pública, sacrosanta e infalible, la que dicta quién es patrón y quién es siervo. Los medios de comunicación, hace rato al servicio del poder, propagan sus categorías y éstas serán asumidas más tarde o más temprano.

Louis Althusser, filósofo francés, nos habla de los Aparatos Ideológicos del Estado. Bajo la premisa de que el estado es un agente represor y único facultado para el uso de la fuerza, Althusser dice que existe todo un entramado ideológico reproducido a través de las instituciones como la escuela, la iglesia, los organismos públicos, la política, los sindicatos, etc, etc. Esta ideología, y aquí se da la mano con Bourdieu, valida los enunciados del poder.

Pero el estado pierde espacio y el poder económico se procura su propio aparato ideológico, cuyos métodos no difieren tanto de los planteados por Althusser, pero si son enmascarados tras una supuesta complicidad de parte, aprovechando esa aspiración clasista de sentirse parte de “la gente“, término extraño e indefinido que da para cortar mucha tela en otras líneas.



El poder económico se perpetua sobre la premisa de la explotación del hombre por el hombre. Dicta quienes son los malos y quienes son los buenos, pero en realidad solo está mostrando los dos extremos de la línea de producción (y consumo, agregaría Bourdieu). Como en el caso de los habitantes de Medio Oriente, que están parados sobre un mar de petróleo, se los muestra como salvajes, insensibles fanáticos, peligrosos y dementes para justificar su despojo, como fueron antaño los Mexicas o los Tehuelches o los Armenios o son hoy los pueblos de la Amazonia.

La religión y la ciencia fueron reinterpretados y cuestionados, bajados del pedestal de certeza absoluta e indubitable. La opinión pública, esa voz de “la gente“, lo será en la medida que redefinamos nuestro rol y nuestra propia voz en medio del ruido.




jueves, 20 de noviembre de 2014 1 Comment

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